He estado bromeando
últimamente sobre cómo ésta novela es una lectura del apocalipsis en código de
materialismo histórico. Lo hago un poco
para joder a mis amigos liberales, pero en el fondo algo tienen de cierto.
El zombie, siendo un humano transformado
en su mínima expresión, es una materia muy próspera para la metáfora. Si me regalan el minuto marxista, podríamos
decir que los vampiros son la oligarquía de los no muertos y los zombies el
lumpen proletario; Es aquella parte de la clase obrera que queda fuera del
proceso de producción y socialmente marginada, carente de conciencia de clase.
Marx decía que “La legión de los excluidos no se caracteriza por su
inadaptación, sino por su exceso de adaptación precisamente. Nadie está más
aferrado a los valores y símbolos capitalistas que sus primeras víctimas” En efecto, en un apocalipsis zombie ellos se
adaptan de inmediato; somos los humanos los que debemos ajustarnos para
sobrevivir. En esta lógica, los
fantasmas, me parece, serían la burguesía ilustrada de los no-muertos: todos sospechamos
que existe pero nunca la hemos visto.
Así, el zombie es un monstruo
muy flexible al debate sobre la sociedad que hemos construido, las mentiras que
optamos por creernos, y sobre la realidad básica de que somos seres de
costumbre, que actuamos mecánicamente, mucho más fuera de nuestra voluntad de
lo que creemos. Seguimos a la multitud,
así sea hacia el abismo. Romper esas
dinámicas, rebelarnos a ellas, es parte de lo que me ha fascinado siempre de
los zombies: los vivos somos los que escapamos de ser devorados por la
cotidianeidad deshumanizante. La rebeldía
es la clave de la supervivencia.
Sin embargo, en toda la
ficción zombie hay un mantra que se repite: los humanos son peores. Por tanto, es entre los que se rebelan donde
está la posibilidad de decidir si se acoge o no la crueldad.
Me gustaría hablar de eso un
poco sobre la experiencia narrativa. Hay una historia mexicana que se me grabó
mucho. En 2006, el alcalde de
Nezahualcoyotl, una comuna equivalente en dimensiones mexicanas a Puente Alto,
decidió que la policía local tenía que tener lectura obligatoria, bajo la
noción de que leer los haría mejores personas, mejores policías y más
efectivos. Los obligó a todos a leer El
Quijote, a Pedro Páramo, a Edgar Allan Poe y El Principito.
Esto bajo la convicción de que
leer nos hace seres más empáticos, más buenos. Y es curioso, porque no leemos
por eso. Es una reflexión más de gente que no lee que de gente que lee – que
leer nos hace mejores personas – porque los que leemos lo hacemos por placer o
por la experiencia estética.
Pero es real que leer nos hace
conectar con la vida, ya que el arte es lo más parecido a la existencia. Nos
pone en el lugar de otros, en las vidas de otros, y por tanto nos acerca a los
demás. En la novela, la empatía es absolutamente fundamental. Sin aspiraciones
educativas, la novela debate la profundidad del daño que la carencia de empatía
genera en las catástrofes, pero también la densidad de su existencia en los
momentos más límites.
La esencia de esta discusión
radica en lo que Bernard Williams llamó el “dilema trágico”. Hay veces, en la
vida y la literatura, que llegamos a momentos en que hay que tomar una decisión
y, sin importar qué decidamos, nos arrepentiremos. Delatar a varios amigos para
salvar a un ser querido o para salvarnos a nosotros mismos, por ejemplo. Este drama, que vivieron miles en las cámaras
de tortura de la dictadura, generó claros ejemplos de cómo la perversidad nos
corroe cuando tomamos la decisión de traicionar. En la novela, esto tiene que suceder muchas
veces, y la fibra ética es clave. Es
ahí, en esas definiciones, que los personajes cobran vida.
Esto me lleva, otra vez, a la
responsabilidad política del autor.
Esto es para mí lo más
importante.
Toda literatura es
política. Porque siempre que das un
mensaje, así sea sin darte cuenta, estás asumiendo posiciones.
Y los autores tenemos que
aceptar esa responsabilidad.
Las novelas de porno para
señoras que están de moda ahora, por ejemplo, están hablando sobre el rol
sexual – y por tanto social – del hombre y de la mujer, están hablando de
dominación y, por tanto de poder. Eso es, por definición, política.
Así, los muertos vivientes
también nos sirven para hablar de muchas cosas, desde el consumismo al
populismo, desde las adicciones hasta las religiones.
Hablan de un gran grupo que ha
dejado de pensar, que se ha marginado de la civilización, que ha escogido el
camino de la violencia. Eso, sin duda,
existe.
Porque la normalidad en la que
vivimos es mucho más frágil de lo que parece.
La tragedia de Ayotzinapa en México nos ha impactado y ha sacudido al
sistema entero. Ha sido una especie de
apocalipsis - ciertamente lo fue para ellos-, ha sido un punto de inflexión en
que sentimos que todo cambia. Pero México no es un caso único. Lo que Venezuela
está viviendo, lo que el Estado Islámico está haciendo, nos habla de cuantos
millones de seres humanos escogen la violencia extrema como forma de vida.
Pero no solo la violencia
directa de personas contra personas. Todos vivimos el terremoto de 2010 como
una suerte de fin del mundo. Días sin
luz y agua, días sin información. Amas de casa saqueando supermercados,
autoridades tratando de salir del asombro.
Todos conmocionados y sin saber cuándo volvería la normalidad.
Así de frágiles son nuestras
sociedades.
Al final, que no nos esté
pasando, no significa que no nos pueda pasar.
El apocalipsis existe en todas
las culturas y es real en algún sentido: de una u otra forma, el mundo se
acabará, así sea cuando se extinga el sol en millones de años.
Por eso hay un compromiso
contra la oscuridad. Porque aunque este
es un libro que se revuelca en sangre, es también un llamado a que tenemos la
responsabilidad de cuidarnos unos a otros.
Hablar de la peor crueldad
debe ser una forma de trabajar contra ella; porque la revolución que nuestras
sociedades demandan hoy de nosotros no es derrotar la oligarquía, es la derrota
del horror. Nuestra revolución será la derrota de la violencia.
Muchas gracias.